Ramper caracterizado y al natural en una tarjeta de la época
El circo en el franquismo I
Por José Mario Armero
Abogado y periodista
Historia 16
Año IX-Nº 103- NOV. 1984
El periodo transcurrido entre 1939 y 1975 no puede computarse sólo como una etapa histórica o política, aunque tenga ingredientes para teñir aquellos años con peculiaridades propias. Pero una etapa tan larga coincide, además, con cambios importantes en las costumbres y comportamientos sociales. Por eso, todo, absolutamente todo, puede analizarse desde el prisma franquista, pues nada de antes era igual a cuanto sucedió durante la dictadura del general Franco, ni casi nada se parece hoy a cuanto se desarrolló en aquella época.
Ocurre, sin embargo, que los historiadores, tal vez con cierta deformación profesional, estudian el franquismo en primer lugar por sus hechos militares y políticos, dejando de lado la vida de treinta y pico millones de españoles que tenían muy poco que ver con el fuero del trabajo o con los ministros de Franco. Muchos temas han de estudiarse en un afán de encontrar cómo vivían, se distraían, inventaban, trabajaban o morían los auténticos protagonistas de la historia.
En el caso que nos ocupa, al escribir este artículo, hay una razón más: el circo, en el franquismo, era un espectáculo importante, un lugar de reunión mucho más que un espectáculo importante, algo de lo que se estaba pendiente en un período de carestía y hambre, un auténtico centro de la vida de entonces.
Tal vez las fronteras cerradas durante tan importante etapa dificultaron la entrada de artistas extranjeros en España, pero enaltecieron a los que consiguieron actuar en nuestras pistas o a los españoles que se hicieron pasar por ciudadanos de lejanas tierras. Quizá el famoso derviche hindú Daja-Tarto sea una especie de prototipo del artista a que nos referimos. Vestido con brillantes sedas de un oriente lejano, tocado con turbante multicolor, silencioso e impertérrito, el fakir triunfaba en los programas de los circos de España al transportar nuestra imaginación a un mundo sólo conocido para nosotros a través de las novelas de Emilio Salgari o de Julio Verne y un poco por el cine. Muchos años después supimos que Daja-Tarto era de Cuenca. Se llama Gonzalo Tortajada y hoy vive entre sus recuerdos de fakir y antes de torero, probablemente sin saber que fue protagonista de algo que puede ser la pequeña o la gran historia.
Otro artista que pudo representar la creación de líneas imaginativas que unía la España cerrada de la posguerra con un mundo distinto y maravilloso fue Li-Chang, el chino de Badalona. Su verdadero nombre es Juan Forns jordana y hoy vive, prácticamente retirado, en su piso de Barcelona, junto al mercado de San Antonio, donde los domingos, entre papeles viejos, aparecen de vez en cuando en venta los descoloridos carteles y programas de Li-Chang, el demonio amarillo. Hacía muy bien un número de escapismo en la pista y se vestía con magníficos quimonos, imitando el idioma de un chino que hablaba el castellano con dificultad. Los auténticos chinos eran algo enormemente exótico, aunque la troupe See-Hee había llegado a España en 1914 y uno de ellos, Chin Lung, se casó con la artista María Luisa Díaz. Che-Ping, de la troupe ChaKiang, se casó con una de las charivaris del circo y así nació el Teatro Chino de Manolita Chen.
Se hablaba del español Jesús Vargas como un domador de fieras famoso en todo el mundo. Actuó con tigres en el Circo Price, en Charivari en la pista número 5, con el cómico Roberto Font, que salía subido en un elefante. Poco tiempo después, Jesús Vargas se dedicó a domesticar un chimpancé llamado Chita, que el empresario Juan Carcellé compro en Fernando Poo, operación que no sería difícil al contar con la Dirección General de Marruecos y provincias africanas. Jesús Vargas, viajando por América con un circo, naufragó el barco y durante muchas horas estuvo en plena mar, cogido a unas tablas. Esta circunstancia, unida a una antigua enfermedad incurable entonces, motivaron que Jesús Vargas saliera a la pista hecho una pena. Vestido de blanco, como un explorador, pero tullido, arrastrando la pierna y tratando que Chita hiciera sus gracias. Así duró bastante, pues Chita murió y se sustituyó por otra Chita, produciendo siempre compasión un domador español que había sido famoso con tigres y leones en las pistas del mundo y que en los circos de la posguerra representaba una reliquia de glorias pasadas.
Un aire extraño y enigmático producía el profesor Romel, que presentaba a Korisko, el perro calculador. Alto, vestido de frac, con monóculo... Se decía que también actuaba en las ferias, presentando el espectáuclo de la silla eléctrica, con desaparición del electrocutado. Romel era de Sevilla y se llamaba Francisco Méndez Romero.
Fassman, José Rocafort Mir, recorrió el mundo haciendo sus experiencias de telepatía, hipnosis, visión a través de los cuerpos opacos... Actualmente dirige un centro de estudios de fenómenos psíquicos en Barcelona y no olvida cuándo se presentó en el Price, hace muchos años, con turbante indio en su cabeza y el locutor le anunciaba como Fassman, el hombre del año 2000.
Muchos artistas extranjeros pasaron por España. En muchos casos, camino de América, huyendo de la ocupación alemana. En otros casos, aunque los ingresos permitían sólo sobrevivir, aquí se quedaron durante varias temporadas, al haberse mantenido nuestro país fuera del conflicto europeo y después mundial.
Circos completos extranjeros vinieron a España, como Knie, Althoff, Mikkenie, Pinder... y la actuación algunas veces fue un desastre, como ocurrió con el Circo Holzmüller, abandonado en un pueblo de La Mancha; nuestra estructura de transporte no era muy adecuada para el recorrido de las grandes caravanas del circo.
Nunca se sabrá qué fue de aquellos artistas que nos entretuvieron tanto y que permanecieron trabajando en España durante la posguerra. ¿Qué habrá sido de los ciclistas Maurice May? ¿Y del equilibrista Unus, que vino con el Teatro Scala de Berlín? ¿Y dle malabarista, también alemán, Bela Krerno? Fueron gente de paso pero contribuyeron a hacer la historia no escrita y que nunca se escribiría de la vida de los españoles durante la posguerra. Representaron la entrada de un aire de fuera en una España cerrada y empobrecida.
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