La perestroika, y la pasión de la libertad que la perestroika desató, han hecho saltar por todas partes las costuras de un asfixiante chaleco de fuerza. Todo estalla. A ritmo de vértigo, se multiplican los cambios, a partir de la certeza de que la justicia social no tiene por qué ser enemiga de la libertad ni da la eficiencia. Una urgencia, una necesidad colectiva: la gente ya no daba más, la gente estaba harta de una burocracia tan poderosa como inútil, que en nombre de Marx le prohibía decir lo que pensaba y vivir lo que sentía. Toda espontaneidad era culpable de traición o locura.
¿Socialismo, comunismo? ¿O todo esto era, más bien, una estafa histórica? Yo escribo desde un punto de vista latinoamericano, y me pregunto: si así fue, si así fuera, ¿por qué vamos a pagar nosotros el precio de esa estafa? En ese espejo nunca estuvo nuestra cara.
En las recientes elecciones de Nicaragua, la dignidad nacional ha perdido la batalla. Fue vencida por el hambre y la guerra; pero también fue vencida por los vientos internacionales, que están soplando contra la izquierda con más fuerza que nunca. Injustamente, pagaron justos por pecadores. Los sandinistas no son responsables de la guerra, ni del hambre; ni cabe atribuirles la menor cuota de culpa por cuanto ocurría en el este. Paradoja de paradojas: esta revolución democrática, pluralista, independiente, que no copió a los soviéticos, ni a los chinos, ni a los cubanos, ni a nadie, ha pagado los platos que otros rompieron, mientras el Partido Comunista local votaba por Violeta Chamorro.
Los autores de la guerra y del hambre celebran, ahora, el resultado de las elecciones, que castiga a las víctimas. El día siguiente, el gobierno de los Estados Unidos anunció el fin del embargo económico contra Nicaragua. Lo mismo había ocurrido, años atrás, cuando el golpe militar de Chile. Al día siguiente de la muerte de Allende, el precio internacional del cobre subió por arte de magia.
En realidad, la revolución que derribó a la dictadura de la familia Somoza no tuvo, en estos diez años largos, ni un minuto de tregua. Fue invadida todos los días por una potencia extranjera y sus criminales de alquiler, y fue sometida a un incesante estado de sitio por los banqueros y los mercaderes dueños del mundo. Y así y todo se las arregló para ser una revolución más civilizada que la francesa, porque a nadie guillotinó ni fusiló, y más tolerante que la norteamericana, porque en plena guerra permitió, con algunas restricciones, la libre expresión de los voceros locales del amo colonial.
Los sandinistas alfabetizaron Nicaragua, abatieron considerablemente la mortalidad infantil y dieron tierra a los campesinos. Pero la guerra desangró al país. Los daños de guerra equivalen en una vez y media al Producto Bruto Interno, lo que significa que Nicaragua fue destruida una vez y media. Los jueces de la Corte Internacional de La Haya dictaron sentencia contra la agresión norteamericana, y eso no sirvió para nada. Y tampoco sirvieron para nada las felicitaciones de los organismos de las Naciones Unidas especializados en educación, alimentación y salud. Los aplausos no se comen.
Los invasores rara vez atacaron objetivos militares. Sus blancos preferidos fueron las cooperativas agrarias. ¿Cuántos miles de nicaragüenses fueron muertos o heridos, en esta década, por orden del gobierno de los Estados Unidos? En proporción, equivaldrían a tres millones de norteamericanos. Y sin embargo, en estos años, muchos miles de norteamericanos visitaron Nicaragua y fueron siempre bien recibidos, y a ninguno le pasó nada. Sólo uno murió. Lo mató la contra. (Era muy joven y era ingeniero y era payaso. Caminaba perseguido por un enjambre de niños. Organizó en Nicaragua la primera Escuela de Clowns. Lo mató la contra mientras medía el agua de un lago para hacer una represa. Se llamaba Ben Linder).
Eduardo Galeano.
De "El tigre azul y otros relatos. (1991)"
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